miércoles, 18 de agosto de 2010

La ventana de mármol

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Quiero ser escritor, pero nunca podré lograrlo, puesto que sólo me sé una palabra…


Alonso.


No puedo escribir un libro sólo diciendo esto.


La ventana de mármol


Los vidrios empañados de un invierno lejano, curiosamente me impulsaron a salir aquella mañana de antaño. Había cesado de llover, una torrencial pasada que pareció de un año entero, finalizó recién anoche, a las cinco de la madrugada para ser un poco exacto, debía aprovecharlo, no sabía si volvería, ya saben “Quien se va sin ser echado, vuelve sin ser llamado”. Así que vagabundeé por un rumbo desconocido, crucé la calle y caminé a la orilla de una Ciclovía, cuyo asfalto mojado emanaba un olor agradable y muy característico de esta época, en aquella misma hora. El cielo se veía despejado, y el pasto que rodeaba la ruta de las bicicletas, brillaba garboso.


En una tienda, en la que un viejo cegado por las cataratas atendía con trato despectivo, compré el primer café de la temporada. No soy muy fanático de este elixir energizante, pero qué importa, uno no me haría cambiar de postura, así que arrojé las monedas al mesón, tomé mi compra y me senté en una banca que estaba, nuevamente, al cruzar la calle…


Realmente quería escribir un libro.


¿Pero de qué trataría? ¿Qué es lo que llamaría la atención? Claro… siempre pensando en los lectores, jamás pienso en lo que deseaba yo… ¿Qué es lo que me gusta? Las historias desgraciadas.


No sé por qué… pero me gustan las que terminan mal.


Miré el café, el vapor empañaba mis anteojos, y desvié mi mirada hacia el cielo…


¿Será bueno escribir una historia desgraciada?


No es algo en lo que debería pensar tanto, es sólo una historia, sólo es pensar en un escenario y un personaje, y veré si me sirve o no…


¿Cómo debía ser el personaje?


Supongo que un tipo normal, callado, con anteojos y un vaso de café caliente en sus manos…


¿Cuál sería el escenario?


Sentado en una banca, luego de un mes lluvioso…


¿Cuál es la trama?


Que desea escribir un libro.


Es un buen progreso, realista, sencillo, perfecto. Pero necesitaba un conflicto, el conflicto no puede tratarse sólo del libro, habría que buscarle un sentido a esto…


Y atisbé hacia un punto al azar.



Había un muchacho recogiendo algo, del otro lado de la callecita donde pasaban las bicicletas, no representaba más de dieciocho años. Tenía el cabello desordenado, y con tanta ropa encima que parecía un bulto movible, no era la gran cosa, volví a desviar la mirada hacia el firmamento.


Y luego de unos segundos sentí que alguien vomitaba.


Miré al muchacho.


Estaba aún hincado, pero se había corrido a un árbol…



Procuré no haberlo visto, ya saben, si no se trata de mí, no me compete, la culpa es de él por estarse embriagando sin conocer sus límites, así que miré mi café, en tanto seguía oyendo como el pobre botaba todo lo que tenía adentro.


Se me revolvió el estómago.


Y pensé: “Pero que buen comienzo. El escritor estaba sin inspiración, llega un tipo y vomita en un árbol, va hacia él, le ofrece ayuda, el pequeño la acepta y…”


No se me ocurre que podría pasar entre… él y el pendejo, digo, son hombres y mi inclinación sexual no debería influenciar mis historias, no creo que a muchos les guste leer historias de homosexuales…


Aunque quizás en su acercamiento pudiera surgir otra cosa ¿Pero qué?

Mi mente estaba en blanco.

Y el joven seguía hincado, no obstante, había dejado de vomitar, lo que no implicaba que no lo volvería a hacer.


“Quizás… si lo voy a ver… pueda sacar alguna idea”


Y caminé a paso dudoso hacía una posible encrucijada en la que se revelaría la continuación de mi historia, una posibilidad que se vio sombreada por el pesimismo de mi naturaleza, pero que no debía truncar mi ánimo. Me detuve a su lado, había un olor desagradable, así que procuré no inhalar tan hondo para que no se me contagiaran las náuseas. El pequeño alfeñique apoyaba su mano derecha en el tronco, y el antebrazo izquierdo en su pierna del mismo lado cargando, aparentemente, todo el peso de su cuerpo allí. Cuando notó mi presencia me miró de reojo…


- ¿Qué?- dijo malhumorado, con una vocecita irregular.

- ¿Necesitas ayuda?- pegunté amablemente.

- ¿Me quieres ayudar a vomitar?


Sí, puede que mi llegada fuese inoportuna. Pero lo historia no podía acabar así…


- Perdón, creo que fue una pregunta estúpida.



Miré hacia mi costado izquierdo, hacia donde el chiquillo en un principio recogía algo, percatándome que eran alimentos; pan caliente y ligeramente sucio, unas cuantas torrejas de jamonada dentro en una bolsa, y un par de huevos envueltos en papel de diario. Lo eché todo en la bolsa de género, con un racimo de uva bordado al medio, se parecía mucho al que tuvimos alguna vez colgando del perchero de nuestra cocina, y que desapareció en una celebración familiar.


- ¡No es necesario! – me gritó sin moverse, sin siquiera mirarme.

- Déjame.


Y luego de mi buena acción del día le acerqué sus pertenencias dejándolas a un lado del árbol, esbozando una sonrisa leve, y marchándome dejé mis esperanzas estampadas en las huellas imperfectas de mis zapatillas, en tanto él tomó sus cosas, desapareciendo entre el rocío matinal y la brisa gélida de un invierno interminable. Un gran bulto alejándose de mi vida… ¿Qué debía escribir al respecto? ¿Qué aceptó mi ayuda y lo llevé hasta su casa?


Ja… eso sólo pasa en la novela rosa, nada de ello sucedería en mi vida.


Mi vida era muy tranquila, vivía con mi madre en un apartamento al borde de la calle principal dividida por la cicloruta y la hilera de árboles que la adornaban. No teníamos mucho que ofrecernos, éramos un par de personas muy sencillas, ella de cincuenta años, se ganaba su dinero haciendo vestidos, fundas, o disfraces simples; yo, estudiaba Literatura, y tenía un trabajo de medio tiempo ayudando a Don Gervasio a atender el almacén de útiles escolares entre otras cosas que simplemente no se vendían. A Don Gervasio le conocía desde que yo era un infante, por lo que me confiaba mucho su almacén, en especial cuando éste ya no se sentía con la misma vitalidad que en sus años mozos. Aunque debía admitir que entre las ganancias de mi madre, y las mías con suerte teníamos para comer y pagar las cuentas, y sino era porque mi tío me pagaba la universidad, ni siquiera estaría alardeando de estudiar en una de las universidades más prestigiosas de la capital, sobrevivíamos en una felicidad ambulatoria, que salía de casa de vez en cuando, pero volvía a la hora de comer, o para simplemente hacernos sentir que aún se acordaba de nosotros con sencillos gestos.


Mi familia me criticaba incasablemente, pero de una manera muy cobarde, pues sus “sugerencias” siempre eran amables a la hora de esparcirse directamente en mis oídos, pero a mis espaldas eran navajas que atacaban a cualquiera que se resistiese a su manipulación. Siendo más concreto decían que me buscara un trabajo de verdad, que hasta cuando seguía aprovechándome de la flexibilidad de mi madre que siempre avalaba lo que yo hacía, pero no podía hacerlo de otra forma, Don Gervasio estaba tan viejo, solo y pobre, que abandonarlo sería como botar a mi abuelo a la calle, y eso mi vieja lo entendía a la perfección.



Una tarde en la que no tenía clases, fui a abrir el almacén en aquel pasaje que estaba en frente de la villa en la que yo residía. Reconozco que el negocio era lento y demasiado tranquilo para quien necesita inspiración, pero no tenía de qué quejarme, mi patrón era muy gentil conmigo y tenía todo el tiempo del mundo para estudiar y escribir, ya que muy poca era la gente que ingresaba a ese pequeño bazar.


Sin embargo, aquella tarde fue especial, pues para mi poca rutinaria sorpresa, apareció aquel joven a quien había intentado ayudar con fines creativos, después de que la lluvia se detuvo.


Yo estaba apoyado en una muy mala postura del otro lado del mostrador, él se me acercó y me preguntó si tenía cartulina negra.


- Sí, creo que aún me queda una…- dije nervioso al percatarme que era él, no me había dado cuenta de lo atractivo que era, sus ojos eran hipnotizantes, de un color grisáceo haciéndolos resaltar con sus abundantes pestañas oscuras que daban la impresión de que se hubiese delineado los ojos, y más aún con su rostro blancuzco, de facciones ligeramente infantiles.


Al levantarme, busqué entre miles de pliegos la del color pedido, mientras el joven observaba los frascos que contenían variados tipos de dulces. Ya cuando encontré lo que buscaba se la entregué, sin dejar de admirar aquella belleza natural que tenía, sin caer en el típico rostro de niño bonito casi afeminado.


- ¿Cuánto cuestan los chicles?- me dijo sin pasarme aún el dinero.

- Sesenta pesos cada uno, dos por cien.

- Ya, dame dos.


Su voz era jovial, pero no chillona como la de un crío, era tan clara y suave, que no podría imaginármela molesta, pues poseía un encanto único, y una esencia sublime. Aparentemente era un hombre perfecto, claro que bajo mis cánones de perfección.


Luego de pasarle los dos chicles, el se dio media vuelta y se marchó dejándome otra vez con las ganas de querer entrarlo a mi mundo, en ese instante más que nunca…


Realmente quería integrarlo.


Y fue cuando decidí colocarle un nombre, no encontraba que fuese una idea desfachatada, me incomodaba estar llamándolo constantemente “Él”, sería MI personaje, así que como personaje de mi historia tenía todo el derecho de colocarle un nombre a mi gusto, un nombre que sería… Alonso, sí, “Alonso” era masculino, pero que daba cabida a un muchacho delicado y profundo. El nombre de un sujeto que le gustaba dar de ladridos al mundo, pero que cuando uno lo sabía tratar, lo mancipabas y de allí no te abandonaría jamás. Ya me lo veía a mi lado, sonriente y siempre con una palabrota que te haga bajar del cielo al infierno, pero que sabes bien que detrás de aquella amalgama de lúgubres comentarios, su alma era pura, sus pensamientos transparentes y sencillos, la perfecta inspiración para un tipo como yo.


Y tomé mi cuaderno que se encontraba debajo del diario que leía, y con un lápiz carcomido por mis dientes aburridos, comencé a impregnar mis ideas con el azulino de la tinta.


Alonso me miró a los ojos, y logró recordar mis facciones, las facciones del sujeto que intentó ayudarle aquella mañana en la que se encontraba descompuesto. Mostró nerviosismo al recibir el pliego de cartulina, pero no me dijo nada, hubo una clase de conexión entre nosotros, como haber hallado en nuestras miradas una complicidad que sólo un par de amantes podrían disfrutar…


Jamás creí que entre dos desconocidos podría darse esta clase de situación, y eso me excitaba mucho.


Realmente me excitaba.


Y con el pasar de los días no pude quitármelo de la cabeza, no sé cómo, ni cuando comenzó a ser parte tan importante de mi rutina. Una sonrisa suya para mí lo era todo, y su voz pueril me aproximaba con sensualidad a un mundo en el que él y yo estábamos juntos, siendo parte fundamental de una historia perfecta.


Un amor que nació de lo fortuito.



Y el me venía a ver todos lo días, teniendo largas charlas acerca de lo que hacía en la escuela, realmente decía cosas bastante retorcidas y carentes de sentido, y las situaciones que perfectamente para mí podrían ser eso “sólo situaciones” él las transformaba en toda una historia con un final tan inesperado que me hacía olvidar cualquier problema o estrés de mis días universitarios. Sin duda él era la alegría de mi existencia.


- ¿Por qué sonríes tanto?- me preguntó una vez Don Gervasio entrando por la puerta trasera.

- No, de nada, un chiste que recordé – le respondí aún risueño.


“Si supiera”


No obstante, en un mal día Alonso me demostró que él era la única persona que tenía a mi lado, él día en que murió mi madre a causa de un accidente…


Había sido atropellada por un anónimo que se dio a la fuga dejando a mi vieja tirada a mitad de la calle, con la vida aún en el borde de su boca, y que murió sólo a unas horas de ser llevada hasta el hospital.


Fue un golpe desgraciado.


Estaba emputecido, y no sabía a quien echarle la culpa y sacarme el odio que tenía dentro, todos mis familiares me miraban como a una víctima, más no le creía a ninguno su maldita compasión; todos me ofrecían ayuda, y yo la despreciaba porque siempre le cargaron de malos ratos a mi pobre madre sin ningún respeto hacia su persona, así que cortésmente les agradecí su atención, pero la rechacé, no necesitaba de sus limosnas.


Fue como quedar solo en el mundo.


La primera noche en que no oí a mi madre desearme buenas noches, me tumbé en el suelo de mi habitación, apagué todas las luces y me rodeé de botellas llenas de vodka. La única aliada parental que tenía, me fue arrebatada por un imbécil que no se atrevió a dar la cara y que esperaba que se muriera, y que se pudriera en el infierno.


Luego medité, y llegué a la conclusión que desearle la muerte no traía paz a mi alma, así que deseé que sufriera mucho en esta puta vida, que se hiciera mierda en la tragedia, y que todo confabulara contra él para que se ahogara en el pozo séptico de la miseria.


Eso sí que me daba consuelo.


Pero no felicidad.


Necesitaba un consuelo de verdad.


- Pero es imposible que yo acuda a tu encuentro ¿lo sabías?

- Yo estuve allí cuando te encontrabas mal, ahora debes devolverme la mano.

- Está bien – se sentó a mi lado – ¿Qué quieres que te diga?

- Nada. Sólo quédate conmigo y hazme sentir que aún no estoy solo.

- Pero estás solo.

- Hazme sentir que no…


Alonso se me quedó viendo, y con esa sonrisa complaciente robó mi vida, y la reemplazó por otra, se acurrucó entre mis brazos y apoyó sus manos sobre mi pecho, pudiendo oler más de cerca aquel aroma que se impregnaba tanto en mi mente, como en mi alma hasta ese entonces vacía, tanto en el biológico, como el del alma...


- Doy lástima…- susurré en tanto ahogaba mi pena y frustración vaso tras vaso de licor.

- No…- se separó de mí y volvió a unirse a mi cuerpo colgándose ahora de mi cuello – tienes que ser fuerte… debes serlo, estoy contigo para apoyarte y eso lo sabes más que yo… - y con sus tibios dedos comenzó a delinear mi boca, en tanto yo lo miraba fijamente, era un delirio su presencia, era aberrante la manera en que me hacía latir el corazón con sólo un roce, y claramente él sentía lo mismo, pues sus mejillas estaban cálidas al igual que todo nuestro cuerpo.


Y ante aquel silencio, él comenzó a susurrar una canción, la primera canción que me aprendí entera en mi niñez, y que cantaba en las clases de música sin entender de qué trataba…



“En un carro de olvido,
antes de aclarar.
De una estación del tiempo,
decidido a rodar.
Run-Run se fue pa´l Norte,
no sé cuando vendrá...”



Él le había dado un significado especial a aquella tonada.



Y cerrando mis ojos saboreé sus labios, él por su parte me quitó el vaso de la mano,

y se sentó en mis piernas, haciéndome olvidar todo, desde la realidad, hasta los sueños…



…desde la realidad de estar sólo, hasta el sueño que era él…



Y su olor giró en mi cabeza, y su lengua se apoderó de mi garganta, mis manos los despojaron

de sus ropajes, y se derritieron con el calor de su piel que ante la oscuridad reinante
seguía brillando, pese a que no era perfecta, pues podía delinear sus granos con mis dedos torpes.



Nos arrojamos a la alfombra y besé cada poro de su cuerpo, abarcándolo todo y nada de el,

sus parpados estaban completamente caídos, seguramente para sólo atenerse a sentir, sentir y
sentirme en todos lados, en todas partes, tanto fuera como adentro, tanto lúcido como durmiente,
tanto cuerdo como loco…



Él y yo, solos,  al ritmo de una canción  de mi infancia que calló  para mis oídos, pero que

permaneció en mi mente, para toda la vida, dándome cuenta que a pesar de todo…


…yo lo amaba…


Continuará...

 

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